Mazamorra morada por Gerardo Nicola Garcés
"1718.
La Compañía de Jesús acaba de aislar de las costumbres quiteñas, una tradición estrafalaria que tiene un toque de muerte. Los jesuitas han impuesto la prohibición de salir en procesión con los esqueletos de sus seres queridos, bajo pena de lanzar a los quintos infiernos a la indiada, que tiene afán de mostrarlos en la fecha onomástica de Todos los Santos. Además, ya nadie tomaría sangre de sus congéneres ni de pichones.
Por largos años la colonia española en la Real Audiencia de Quito ha tenido que soportar estas tradiciones indígenas que sacan de quicio a cualquier persona que se haya asomado a sociedades con pizcas de civilización.
El párroco don Pedro de Ayala se ha quejado amargamente del comportamiento de los hambatenses: “…rústicos, intratables, descorteses, de cualidades naturales groseras, no se sujetan a los jueces, y, al contrario, se cuentan tres que los han mandado de regreso a Quito haciéndolos cabalgar en caballos viejos, con albardas y sillas descosidas, golpeándoles como a facinerosos con saquillos de arena – esos llamados cutatos. Tampoco respetan a los párrocos. No me respetan a mí. Y no respetan el paso de los patrones blancos, de los pocos que han quedado en la ciudad, porque esta se ha quedado vacía de gente noble, en parte desaparecida por las enfermedades que asolan de tanto en tanto y, porque se han trasladado a otros lugares para evitar las contiendas sangrientas entre familias principales.”
El pobre don Pedro no acaba de entender a qué rincón del mundo ha venido a dar.
A fines de este octubre, particularmente caluroso, los indios han sobrepasado otra vez los límites: la indiada ha venido de todos los confines a Hambato: ha bajado en tropel de Quisapincha y de Pilahuín, y se ven danzantes de Mollehambato, que han instalado sus campamentos en las plazas de comercio de Hambato y han desordenado la tranquila rutina de los buenos ciudadanos.
Resabiados y bravos no hay autoridad que los mueva.
Cada indígena trae dos sacas: en una, porta el cucayo para pasar los días de luto de todos los santos difuntos y, en otro, el costal de huesos del familiar amado, cometiendo así sacrilegio doble: porque no dejan a las almas descansar en paz y porque asustan a la muchedumbre con muestras de muerte que causan terror.
Pues bien, los indios se abren espacios para dar forma a los esqueletos: hueso por hueso, las extremidades, el torso, la calavera… Y se lanzan en medio de lamentaciones a recorrer las calles en este primero de noviembre, que todos los citadinos quieren que sea la última vez: los esqueletos como blandones desafían las miradas que se ocultan tras las ventanas y las puertas entrecerradas.
Y luego la procesión desemboca en el cementerio. A comer maíz y papas y a tascar la sal en grano y a beber la sangre de aves. A emborracharse y dormir entre las tumbas. La autoridad no puede controlar semejante comportamiento. Quien interviene es acosado. ¿Las buenas señoras quejosas, luego de la comunión se asoman a la calle? Inmediatamente son ofendidas. No hay dogal para la conducta desaprensiva de los naturales.
La Compañía de Jesús llega a estos territorios y dispone que se suspenda semejante barbarie. Mario Cicala S.I. pondera la acción de los jesuitas en la provincia de Quito, en su manuscrito de 1771. Son civilizadores los jesuitas, qué duda cabe.
Se dispone y se cumple. Todas las buenas gentes saben que el infierno está a la vuelta de la esquina.
Para eludir la prohibición de sus tradiciones, se despliega la imaginación de los indígenas y aplican una jugada maestra que permitirá la representación de sus muertos y la libertad de salir a las calles a gritar su dolor. Simular es sobrevivir.
Los indios entonces planean una vianda: ¡se amasarán guaguas de pan que remplazarán a los esqueletos y, se hará una colada con el maíz negro, tan parecida a la sangre como pueda obtenerse!
Se harían las guaguas de pan. Mezcla de las harinas de trigo y de maíz, no podrían prohibirse mostrar en las procesiones y así burlarían a la autoridad. ¿Y la sangre? Sería la colada de maíz negro. ¿Quién impediría tomar esa sangre? Se tomaría la sangre para ser inmortales.
El maíz lleva cientos de años en las manos de los indígenas. Ellos manipulan su genética y obtienen granos de mil colores. Los granos los dedican a dar sabor a las mesas. El maíz es América. América es el maíz en todas sus esplendorosas formas. Tamales y humitas y mote y tortillas y chihuiles y todos los inventos que las mujeres hacen en la cocina…
Los sacerdotes se han quedado impresionados con los quiebres de la masa indígena. Detectan claros signos de inteligencia en esa masa amorfa y piensan que sería bueno declararlos hijos de Dios para que ellos también tengan alma. Los empleados públicos ocultan sus rostros en el reboso de sus ponchos, simulan dormitar cuando las muchedumbres pasan rugiendo como vientos de páramo.
Mientras tanto, los taitas indígenas miran complacidos como se impone la costumbre de tomar la colada morada. Sienten en las guaguas de pan a los seres queridos, se resisten a olvidarlos. Esa es la memoria de nuestra tierra. 2016-10-27"
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