Artículo publicado en
“En que se nos dan útiles indicaciones acerca de
cómo debemos faltar a nuestros adversarios.
El arte de injuriar forma parte de
la Historia de la Eternidad, que, curiosamente, apenas tiene 158
páginas en mi edición. No dejéis de echarle un ojo si tenéis ocasión. No es, por
cierto, libro que echara yo al corral, si fuera cura.
Un
estudio preciso y fervoroso de los otros géneros literarios, me dejó creer que
la vituperación y la burla valdrían necesariamente algo más. El agresor (me
dije) sabe que el agredido será él, y que «cualquier palabra que pronuncie
podrá ser invocada en su contra», según la honesta prevención de los vigilantes
de Scotland Yard. Este temor lo obligará a especiales desvelos, de los que
suele prescindir en otras ocasiones más cómodas. Se querrá invulnerable, y en
determinadas páginas lo será. El cotejo de las buenas indignaciones de Paul
Groussac y de sus panegíricos turbios —para no citar los casos análogos de
Swift, de Johnson y de Voltaire— inspiró o ayudó esa imaginación. Ella se
disipó cuando dejé la complacida lectura de esos escarnios por la investigación
de su método.
Advertí
en seguida una cosa: la justicia fundamental y el delicado error de mi
conjetura. El burlador procede con desvelo, efectivamente, pero con desvelo de
tahur que admite las ficciones de la baraja, su corruptible cielo constelado de
personas bicéfalas. Tres reyes mandan en el póker y no significan nada en el
truco. El polemista no es menos convencional. Por lo demás, ya las recetas
callejeras de oprobio ofrecen una ilustrativa maquette de lo que puede ser la
polémica. El hombre de Corrientes y Esmeralda adivina la misma profesión en las
madres de todos, o quiere que se muden en seguida a una localidad muy general
que tiene varios nombres, o remeda un tosco sonido —y una insensata convención
ha resuelto que el afrentado por esas aventuras no es él, sino el atento y
silencioso auditorio. Ni siquiera un lenguaje se necesita. Morderse el pulgar o
tomar el lado de la pared (Sampson: I will take the wall of any man or maid of
Montague's. Abram: Do you bite your thumb at us, sir?) fueron, hacia 1592, la
moneda legal del provocador, en la Verona fraudulenta de Shakespeare y en las
cervecerías y lupanares y reñideros de osos en Londres. En las escuelas del
Estado, el pito catalán y la exhibición de la lengua rinden ese servicio.
Otra
denigración muy general es el término perro. En la noche 146 del Libro de las
mil noches y una, pueden aprender los discretos que el hijo del león fue
encerrado en un cofre sin salida por el hijo de Adán, que lo reprendió de este
modo: El destino te ha derribado y no te pondrá de pie la cautela, oh perro del
desierto.
Un
alfabeto convencional del oprobio define también a los polemistas. El título
señor, de omisión imprudente o irregular en el comercio oral de los hombres es
denigrativo cuando lo estampan. Doctor es otra aniquilación. Mencionar los
sonetos cometidos por el doctor Lugones, equivale a medirlos mal para siempre,
a refutar cada una de sus metáforas. A la primer aplicación de doctor, muere el
semidiós y queda un vano caballero argentino que usa cuellos postizos de papel
y se hace rasurar día por medio y puede fallecer de na interrupción de las vías
respiratorias. Queda la central e incurable futilidad de todo ser humano. Pero
los sonetos quedan también, con música que espera. (Un italiano, para
despejarse de Goethe, emitió un breve artículo donde no se cansaba de apodarlo,
il signore Wolfgang. Esto era casi una adulación, pues equivalía a desconocer
que no faltaban argumentos auténticos contra Goethe).
Cometer
un soneto, emitir artículos. El lenguaje es un repertorio de esos convenientes
desaires, que hacen el gasto principal de las controversias. Decir que un
literato a expelido un libro, o lo ha cocinado o gruñido, es una tentación
harto fácil; quedan mejor los verbos burocráticos o tenderos: despachar, dar
curso, expender. Esas palabras áridas se combinan con otras efusivas, y la
vergüenza del contrario es eterna. A una interrogación sobre un martillero que
era, sin embargo, declamador, alguien inevitablemente comunicó que estaba
rematando con energía la Divina Comedia. El epigrama no es abrumadoramente
ingenioso, pero su mecanismo es típico. Se trata (como en todos los epigramas)
de una mera falacia de confusión. El verbo rematar (redoblado por el adverbio
con energía) deja entender que al acriminado señor es un irreparable y sórdido
martillero, y que su diligencia dantesca es un disparate El auditor acepta el
argumento sin vacilar, porque no se lo proponen como argumento. Bien formulado,
tendría que negarle su fe. Primero, declamar y subastar son actividades afines.
Segundo, la antigua vocación de declamador pudo aconsejar las tareas del martillero,
por el buen ejercicio de hablar en público.
Una
de las tradiciones satíricas (no despreciada ni por Macedonio Fernandez ni por
Quevedo ni por George Bernard Shaw) es la inversión incondicional de los
términos. Según esa receta famosa, el médico es inevitablemente acusado de
profesar la contaminación y la muerte; el escribano, de robar; el verdugo, de
fomentar la longevidad; los libros de invención, de adormecer o petrificar al
lector; el sastre, de nudismo; el tigre y el caníbal, de no perdonar el
ruibarbo. Una variedad de esa tradición es el dicho inocente, que finge a ratos
admitir lo que está aniquilando. Por ejemplo: El festejado catre de campaña
debajo del cual el general ganó la batalla. O: Un encanto el último film del
ingenioso director René Clair. Cuando nos despertaron…
Otro
método servicial es el cambio brusco. Verbigracia: Un joven sacerdote de la
Belleza, una mente adoctrinada de luz helénica, un exquisito, un verdadero
hombre de gusto (a ratón). Asimismo, esta copla de Andalucía, que en un segundo
pasa de la información al asalto:
Veinticinco
palillos
tiene
una silla,
¿Quieres
que te la rompa
En
las costillas?
Repito
lo formal de ese juego, su contrabando pertinaz de argumentos necesariamente
confusos. Vindicar realmente una causa y prodigar las exageraciones burlescas,
las falsas caridades, las concesiones traicioneras y el paciente desdén, no son
actividades incompatibles, pero sí tan diversas que nadie las ha conjugado
hasta ahora. Busco ejemplos ilustres. Empeñado en la demolición de Ricardo
Rojas, ¿qué hace Groussac? Esto que copio y que todos los literatos de Buenos
Aires han paladeado. Es así como, verbigracia, después de oídos con
resignación, dos o tres fragmentos en prosa gerundiana de cierto mamotreto
públicamente aplaudido por los que apenas lo han abierto, me considero
autorizado para no seguir adelante, ateniéndome, por ahora, a los sumarios o
índices de aquella copiosa historia de lo que orgánicamente nunca existió. Me
refiero especialmente a la primera y más indigesta parte de la mole (ocupa tres
tomos de los cuatro): balbuceos de indígenas o mestizos… Groussac, en ese buen
malhumor, cumple con el más ansioso ritual del juego satírico. Simula que lo
apenan los errores del adversario (después de oídos con resignación); deja
entrever el espectáculo de una cólera brusca (primero la palabra mamotreto,
después la mole); se vale de términos laudatorios para agredir (esa historia
copiosa) en fin, juega como quien es. No comete pecados en la sintaxis, que es
eficaz, pero sí en el argumento que indica. Reprobar un libro por el tamaño,
insinuar que quién va a animársele a ese ladrillo y acabar profesando
indiferencia por las zonceras de unos chinos y unos mulatos, parece una
respuesta de compadrito, no de Groussac.
Copio
otra celebrada severidad del mismo escritor: Sentiríamos que la circunstancia
de haberse puesto en venta el alegato del doctor Piñero, fuera un obstáculo
serio para su difusión, y que este sazonado fruto de un año y medio de vagar
diplomático se limitara a causar «impresión» en la casa de Coni. Tal no
sucederá, Dios mediante, y al menos en cuanto penda de nosotros, no se cumplirá
tan melancólico destino. Otra vez, también, la banalidad portentosa de la
censura: reírse de los pocos interesados que pueden congregar un escrito y de
su pausada elaboración.
Una
vindicación elegante de esas miserias puede invocar la tenebrosa raíz de la
sátira. Esta (según la más reciente seguridad) se derivó de las maldiciones
mágicas de la ira, no de razonamientos. Es la reliquia de un inverosímil
estado, en que las lesiones hechas al nombre caen sobre el poseedor. Al ángel
Satanail, rebelde primogénito del Dios que adoraron los bogomiles, le
cercenaron la partícula il, que aseguraba su corona, su esplendor y su previsión.
Su morada actual es el fuego, y su huésped la ira del Poderoso. Inversamente
narran los cabalistas, que la simiente del remoto Abram era estéril hasta que
interpolaron en su nombre la letra he, que lo hizo capaz de engendrar.
Swift,
hombre de amargura esencial, se propuso en la crónica de los viajes del capitán
Lemuel Gulliver la difamación del género humano. Los primeros —el viaje a la
diminuta república de Liliput y a la desmesurada de Brobdingnag— son lo que
Leslie Stephen admite: un sueño antropométrico, que en nada roza las
complejidades de nuestro ser, su fuego y su álgebra. El tercero, el más
divertido, se burla de la ciencia experimental mediante el consabido
procedimiento de la inversión: los gabinetes destartalados de Swift quieren
propagar ovejas sin lana, usar el hielo para la fabricación de la pólvora,
ablandar el mármol para almohadas, batir en láminas sutiles el fuego y
aprovechar la parte nutritiva que encierra la materia fecal. (Ese libro incluye
también una fuerte página sobre los inconvenientes de la decrepitud). El cuarto
viaje, el último, quiere demostrar que las bestias valen más que los hombres.
Exhibe una virtuosa república de caballos conversadores, monógamos, vale decir
humanos, con un proletariado de hombres cuadrúpedos, que habitan en montón,
escarban la tierra, se prenden de la ubre de las vacas para robar la leche,
descargan su excremento sobre los otros, devoran carne corrompida y apestan. La
fábula es contraproducente, como se ve. Lo demás es literatura, sintaxis. En la
conclusión dice: No me fastidia el espectáculo de un abogado, de un ratero, de
un coronel, de un tonto, de un lord, de un tahur, de un político, de un rufián.
Ciertas palabras, en esa buena enumeración, están contaminadas por las vecinas.
Dos
ejemplos finales. Uno es la célebre parodia de insulto que nos refieren
improvisó el doctor Johnson: Su esposa, caballero, con el pretexto de que
trabaja en un lupanar, vende género de contrabando. Otro es la injuria más
espléndida que conozco: injuria tanto más singular si consideramos que es el
único roce de su autor con la literatura. Los dioses no consintieron que Santos
Chocano deshonrara el patíbulo, muriendo en él. Ahí está vivo, después de haber
fatigado la infamia. Deshonrar el patíbulo. Fatigar la infamia. A fuerza de
abstracciones ilustres, la fulminación descargada por Vargas Vila rehúsa
cualquier trato con el paciente, y lo deja ileso, inverosímil, muy secundario y
posiblemente inmoral. Basta la mención más fugaz del nombre de Chocano para que
alguno reconstruya la imprecación, oscureciendo con maligno esplendor todo
cuanto a él se refiere —hasta los pormenores y los síntomas de esa infamia.
Procuro
resumir lo anterior. La sátira no es menos convencional que un diálogo entre
novios o que un soneto distinguido con la flor natural por José María Monner
Sans. Su método es la intromisión de sofismas, su única ley la simultánea
invención de buenas travesuras. Me olvidaba; tiene además la obligación de ser
memorable.
Aquí
de cierta replica varonil que refiere De Quincey (Writings, onceno tomo, página
226). A un caballero, en una discusión teológica o literaria, le arrojaron en
la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: Esto,
señor, es una digresión; espero su argumento. (El protagonista de esa réplica,
un doctor Henderson, falleció en Oxford hacia 1787, sin dejarnos otra memoria
que esas justas palabras: suficiente y hermosa inmortalidad).
Una
tradición oral que recogí en Ginebra durante los últimos años de la primera
guerra mundial, refiere que Miguel Servet dijo a los jueces que lo habían
condenado a la hoguera: Arderé, pero ello no es otra cosa que un hecho. Ya
seguiremos discutiendo en la eternidad.
1933,
Adrogué”